Masacres, desapariciones y 1968: los mexicanos recuerdan a las víctimas de la ‘dictadura perfecta’
Cincuenta años atrás, militares mexicanos abrieron fuego contra cientos de estudiantes que se manifestaban en la Ciudad de México. No fue la primera vez, ni ha sido la última, en que las fuerzas armadas de México han sido desplegadas contra sus propi
Diez días antes de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de 1968 en la Ciudad de México, soldados uniformados y francotiradores situados en las azoteas de los edificios circundantes abrieron fuego contra los estudiantes que se manifestaban en una plaza del barrio de Tlatelolco en la capital mexicana.
Cientos de manifestantes, que protestaban a favor de la democracia y contra el gobierno semiautoritario del país, fueron asesinados a tiros.
Aunque el número definitivo de víctimas de la masacre del 2 de octubre de 1968 aún es controvertido al día de hoy, los corresponsales extranjeros que informaron desde Tlatelolco estimaron que alrededor de 300 jóvenes murieron aquella jornada. Más de mil personas que sobrevivieron al tiroteo fueron arrestadas.
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El episodio de Tlatelolco no fue la primera ocasión en que el gobierno de México envió al ejército a liquidar sus propios ciudadanos. Tampoco, como lo demuestra el trabajo académico que he desarrollado en torno a la delincuencia y la seguridad en el país, fue la última.
México, la dictadura perfecta
En términos puramente técnicos, México era una democracia en 1968. El país, empero, estaba dirigido entonces por el Partido Revolucionario Institucional (o PRI), el mismo partido que lo gobierna actualmente bajo el presidente Enrique Peña Nieto.
El PRI se erigió victorioso en todas las elecciones presidenciales y la mayoría de las locales entre 1929 y 2000 mediante la manipulación de la prensa, el fraude electoral y la coacción. En palabras de Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, esto entrañaba una “dictadura perfecta”, esto es, un régimen autoritario que “camufló” su permanencia en el poder con prácticas democráticas superficiales.
El PRI ha mantenido un fuerte dominio sobre México durante sus casi ochenta años de mandato.
Durante el siglo XX, México no padeció la feroz violencia que le azota hoy en día. La economía prosperó y el país se modernizó rápidamente.
El PRI, sin embargo, exigió la aquiescencia de los mexicanos a cambio de la paz y estabilidad que ofrecía.
El partido cooptó a potenciales opositores y excluyó a sus propios miembros que pretendían reformarlo. Concedió espacios de poder a líderes sindicales demagógicos. Aniquiló, encarceló, torturó y desapareció a izquierdistas, disidentes, campesinos o marxistas que osaron desafiar su autoridad.
Esto, empero, se realizaba con sigilo. Cuando los soldados enviados por el presidente Gustavo Díaz Ordaz asesinaron, a plena luz del día y a sangre fría, a decenas de estudiantes que ejercían el derecho a protestar pacíficamente garantizado por la Constitución, la conciencia nacional de México se transformó y quebrantó a la vez.
Los mexicanos necesitarían otras cuatro décadas para desbancar al PRI. En el año 2000, Vicente Fox, del Partido Acción Nacional, fue el primer presidente ajeno al PRI que lideró el México moderno.
La mayoría de los intelectuales e historiadores mexicanos, empero, coincide en que las primeras semillas de la democracia se sembraron en Tlatelolco. La masacre arraigó una “tradición de resistencia” en México.
1968: El verano de la revolución
La masacre de Tlatelolco tuvo lugar tras un tenso verano de manifestaciones estudiantiles.
Los jóvenes mexicanos, al igual que sus homólogos en los Estados Unidos y el resto del mundo, participaron en varios actos de desobediencia civil a raíz de una violenta respuesta policial, en julio de 1968, contra un enfrentamiento entre pandillas en el centro de la Ciudad de México.
Hacia finales del verano, la ciudad de México fue testigo de múltiples marchas pacíficas, manifestaciones y mítines. Los estudiantes exigían libertad de expresión, responsabilidad por los abusos cometidos por fuerzas policiales y militares, la liberación de los presos políticos y el diálogo con el gobierno.
La agitación trajo mala publicidad para el gobierno mexicano en un momento poco oportuno. México estaba a punto de ser sede de los Juegos Olímpicos de 1968. El presidente Gustavo Díaz Ordaz no quería mostrar al mundo izquierdistas inconformes denunciando a un gobierno autoritario, sino una nación moderna a la vanguardia de las economías emergentes.
Díaz Ordaz acusó a los manifestantes de ser agentes comunistas enviados por los gobiernos cubano y soviético para infiltrarse en su régimen. Esta afirmación fue desacreditada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en un informe, ahora desclasificado, de septiembre de 1968.
Hacia principios de octubre, con los Juegos Olímpicos aproximándose rápidamente en el calendario, el gobierno finalmente decidió poner fin a los disturbios. Cuando los estudiantes planearon un mitin en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco para el día 2 de octubre, por consiguiente, Díaz Ordaz envió soldados y agentes encubiertos.
Algunos de los organizadores de la redada admitieron más tarde que su misión consistió en deslegitimar, mediante la incitación a la violencia, el movimiento en favor de la democracia en México. Soldados vestidos de paisano pertenecientes al “Batallón Olimpia”, creado para mantener el orden durante los Juegos Olímpicos, abrieron fuego en la concurrida plaza.
Díaz Ordaz clamó que había salvado a México de un golpe comunista.
No obstante, incluso el gobierno de Lyndon B. Johnson, que no simpatizaba con el comunismo, describió la represión como una “reacción exagerada de las fuerzas de seguridad” mexicanas.
Nadie ha sido procesado por los asesinatos hasta la fecha.
Un trayecto de 50 años hacia la libertad
Los mexicanos conmemoran el aniversario de la masacre de Tlatelolco con marchas y mítines.
Durante los últimos cuatro años, estos eventos han coincidido con manifestaciones en todo el país motivadas por la inexplicable desaparición de 43 activistas que cursaban estudios para convertirse en docentes en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa – ubicada en el estado de Guerrero, al sur de México –, el 26 de septiembre de 2014.
Los estudiantes viajaban en autobús a la Ciudad de México tanto para asistir a un mitin conmemorativo de las víctimas de Tlatelolco, como para participar en actos de desobediencia civil a lo largo del trayecto. Esta es una tradición anual en la Escuela Normal.
Según la investigación oficial desarrollada por el gobierno, la policía de la ciudad de Iguala se enfrentó a la caravana conforme a las órdenes dictadas por el alcalde de la ciudad. El informe señala que su esposa celebraba un evento ese día y que él pretendía evitar cualquier acción que pudiese perturbarlo.
Los oficiales abrieron fuego. Seis estudiantes que viajaban en el autobús perdieron la vida. Los 43 pasajeros restantes fueron supuestamente conducidos a una estación de policía donde fueron entregados a los Guerreros Unidos, una banda local de narcotraficantes que presuntamente guarda vínculos con el alcalde. Los supuestos delincuentes declararon que llevaron a los 43 estudiantes a un basurero local, donde los asesinaron e incineraron sus cuerpos.
Este pavoroso relato es la historia oficial que cuenta con el respaldo del presidente Enrique Peña Nieto, cuyo mandato de seis años llegará a su término en diciembre. El alcalde de Iguala, su esposa y al menos otras 74 personas fueron detenidos por la desaparición y el asesinato de los estudiantes de Ayotzinapa.
Sin embargo, un equipo internacional de investigadores forenses independientes no pudo corroborar esta versión de los hechos. No encontraron evidencia de los restos de los estudiantes en el basurero. De hecho, concluyeron que era científicamente imposible quemar 43 cadáveres en ese sitio.
Los investigadores creen que es más probable que el ejército mexicano, y por lo tanto el gobierno federal, estuviera involucrado en las desapariciones.
En junio de 2018, un tribunal federal reabrió el caso de Ayotzinapa y ordenó la creación de una Comisión de Investigación para la Verdad y la Justicia cuyo objetivo sería aclarar lo que realmente sucedió a los 43 estudiantes.
“¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”, insisten sus padres.
De vuelta a la transformación de México
Casi exactamente cuarenta y seis años después de la masacre de Tlatelolco, este brutal abuso de poder por parte del presidente Peña Nieto y su partido – el PRI –, que volvió al poder en 2012, reavivó el espíritu revolucionario de 1968.
El pasado mes de julio, los votantes mexicanos rechazaron una vez más al PRI. Andrés Manuel López Obrador, un político de izquierda que se presentó como alguien ajeno a los círculos del poder con la promesa de “transformar” el país, obtuvo una aplastante victoria en la elección presidencial.
López Obrador, cuyo periodo presidencial comenzará en diciembre, apoya la apertura de una nueva investigación sobre el paradero de los 43 estudiantes desaparecidos.
No obstante, López Obrador también planea continuar utilizando a las fuerzas armadas mexicanas – la misma eficiente maquinaria mortífera que abrió fuego contra los estudiantes en Tlatelolco y que presuntamente desapareció a otros tantos en Ayotzinapa – en labores relacionadas con la seguridad pública.
Esto, en mi opinión, es un peligroso error.
Según un análisis realizado por especialistas del CIDE – una institución académica mexicana – el ejército mató a ocho presuntos delincuentes por cada uno de los heridos y detenidos en enfrentamientos armados entre 2007 y 2014. En la mayoría de los países, la balanza de esta proporción se inclina hacia el lado contrario.
Tal como apunta Catalina Pérez Correa, profesora de derecho en el CIDE, el uso del ejército en funciones de policía conlleva hoy idénticos riesgos que en 1968 o – para efectos prácticos – 2014.
El presidente electo López Obrador ha declarado que, bajo su gobierno, el ejército de México no será un “instrumento de guerra” sino un “ejército de paz”.
Los fantasmas de Tlatelolco y Ayotzinapa son un constante recordatorio de que los mexicanos deben tener serias dudas a este respecto.
Luis Gómez Romero no trabaja para ninguna compañía u organización que se beneficie de este artículo; tampoco consulta ni posee acciones ni recibe fondos por ese concepto; y no ha divulgado afiliaciones relevantes más allá de su posición académica.
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